En noviembre de 2002, en la revista JAMA apareció un artículo firmado por Pronovost et al1 que, en mi opinión, está llamado a convertirse en uno de los más citados en la próxima década, siempre que se hable de la organización de la asistencia al paciente crítico, tanto en esas estructuras asistenciales peculiares que llamamos UCI como fuera de ellas.
El artículo en cuestión trata, de forma metódica, un aspecto importante de nuestra situación profesional en el conjunto de la organización asistencial especializada. Nuestro país tiene la característica de que, desde la Ley de Especialidades de 1978, todas las especialidades médicas reconocidas legalmente son primarias, no existe la distribución troncal de éstas y no se reconoce la existencia de sub o supraespecializaciones. Ello ha llevado a algunos enfrentamientos conceptuales, en ocasiones belicosos, sobre la posibilidad de homologación de los especialistas españoles con sus homólogos de otros países europeos, e incluso de otras latitudes, ya que la influencia bibliográfica y socioeconómica norteamericana es un omnipresente espejo en el que tenemos tendencia a mirarnos.
El hecho es que, entre las especialidades médicas primarias reconocidas en España, con un programa de formación consolidado y ya con más de 20 años de experiencia en su actual concepción, está la "medicina intensiva"(dot)que, ciertamente, ha constituido una extraña pieza de discusión sobre si su presencia en la organización asistencial y su papel en la atención del paciente en situación crítica era homologable o no con los países de nuestro entorno. "No existen ustedes en Europa" es un comentario que los intensivistas españoles hemos oído, por activa y por pasiva, y en muchos casos asociado a una implícita amenaza de desaparición por las buenas o por las malas.
Mientras, en los países donde "no existíamos" se producía un extraño fenómeno. La organización asistencial empezaba a llegar, lentamente por cierto, a posiciones muy próximas a nuestros planteamientos. La comunidad formada por Australia y Nueva Zelanda fue la primera en reconocer la existencia de médicos especialistas en medicina intensiva (intensive care, critical care, la denominación es poco trascendente). Francia desarrolló un modelo particular por el que los intensivistas podían proceder de dos campos distintos de la formación médica (medicina interna y anestesiología-reanimación), pero con una característica que les aproximaba a nuestros planteamientos (los del llamado modelo español): dedicación completa y exclusiva a la atención del paciente crítico, presencia continuada y programas de formación específicos, aunque distintos. Recientemente, Suiza ha decido crear la especialidad de medicina intensiva como especialidad primaria. Y los países latinoamericanos han encontrado, cada uno según sus propios planteamientos, sus peculiares vías a la llamada terapia intensiva. Sobre la situación de la especialidad y su desarrollo desde 1996, es interesante revisar la contribución de Burchardi et al2 y las posteriores (2002) recomendaciones de la Multidisciplinary Joint Comisión on Intensive Care Medicine (UEMS-ESICM)3.
Mientras, en Estados Unidos, el planteamiento inicial de concebir la medicina critica como una subespecialidad a la que se llegaba desde un posible origen múltiple (medicina interna y sus especialidades, sobre todo neumología, pediatría, cirugía, neurocirugía, etc.) se veía cuestionado en distintas publicaciones, que tenían incluso repercusión en la prensa convencional4.
Persistía el problema básico: ¿cómo demostrar que el cambio de modelo era la respuesta a un planteamiento de una asistencia más efectiva y eficiente? A falta de evidencias contrastables, todas las partes interesadas argumentaban sus méritos en un sentido u otro, aunque desde una perspectiva más empírica que contrastable. Decía Williamson5 que las razones que permiten la aparición de una nueva especialidad médica son la existencia de un cuerpo de doctrina que le sea específico, el desarrollo, adquisición y dominio de las técnicas y habilidades que permitan la aplicación de dicho cuerpo de doctrina, y una presión social que demande la actividad considerada. Esta presión social puede ejercerse de 2 formas complementarias y no excluyentes. Una forma es la que ejerce la propia sociedad, que reclama para sus familiares y allegados la mejor de las asistencias médicas posibles y con el mejor de los resultados que pueda conseguirse. La otra forma la ejerce el cuerpo de profesionales médicos, que consciente de las limitaciones derivadas de una cada vez más evidente incapacidad de asumir el tratamiento multidisciplinario de enfermos muy complejos, a lo que se une una estructura asistencial en plantas convencionales que no puede hacer frente a las necesidades de esos mismos pacientes. Surge aquí la figura del intensivista, del especialista en medicina crítica, como depositario de la responsabilidad de aplicar esos conocimientos y habilidades de que hablaba Williamson y de dar respuesta a la demanda social que paralelamente se produce. Que lo haga en un entorno físico determinado (UCI) o fuera de él es únicamente una cuestión de oportunidad, posibilidades, necesidades y dotación disponible.
Desde esta perspectiva, es curioso constatar cómo no se discute la necesidad de existencia de las UCI pero se desconoce mayoritariamente, y algunos la cuestionan, la existencia de los especialistas en medicina intensiva. Detrás de esta posición existe una espesa trama de intereses creados, no siempre inocentes y frecuentemente confusos.
Analizada desde esta perspectiva, la contribución de los trabajos del equipo de Pronovost, como cualquier otro que demuestre la efectividad y la eficacia de la actividad de los intensivistas, es de una importancia capital. No hay mejor argumento en defensa de cualquier postura o actividad que la demostración de que la labor puede ser mejor desarrollada por personas idóneas.
El trabajo publicado en JAMA es de una corrección metodológica considerable. No obstante, se pueden hacer algunas consideraciones, que no críticas. Los outcomes estudiados (mortalidad y estancia, tanto intra-UCI como en el hospital) no son auténticos resultados, sino indicadores intermedios del proceso6. Sin embargo, el estudio no pierde interés visto así, ya que el proceso es evidentemente mejor realizado por intensivistas que por aquellos que no lo son. Por otro lado, el metaanálisis no cita qué es lo que consideran los autores como intensivistas, pero sin duda podríamos aceptar dos factores fundamentales: la formación específica (según la legislación norteamericana) y la dedicación en exclusiva (y probablemente a tiempo completo, como define el llamado "modelo español"). Son estas características también propias de los especialistas españoles, y de la mayoría de los especialistas europeos7, y las recomendadas por la JCHAA que, en sus propuestas de acreditación de las UCI, recomienda la existencia de un "director médico con titulación especializada y dedicación a tiempo completo"8.
Otra consideración que se podría hacer al trabajo de Pronovost et al es la existencia de un sesgo de idioma. El proceso de selección de las publicaciones sometidas a metaanálisis seleccionó únicamente las publicaciones en inglés que se consideró que cumplían los requisitos exigidos. ¿Qué habría sucedido si se hubieran incluido publicaciones en alemán, francés o castellano, por citar idiomas occidentales solamente? Probablemente se habrían reforzado las tesis de los autores, aunque esta impresión personal ahora no pueda ser demostrada.
Finalmente, cabe hacer una consideración sobre la idoneidad del procedimiento de búsqueda. Los mismos autores reconocen en el texto que las bases bibliográficas informatizadas consultadas no ofrecieron unas prestaciones suficientemente correctas. En su conocimiento existían otras publicaciones, que fueron incluidas en el metaanálisis, y no fueron localizadas a través de la búsqueda realizada. Esta reflexión debe hacerse más a expensas de los instrumentos disponibles (adecuación de los motores de búsqueda de las bases informáticas) que de los resultados obtenidos y de la evidencia aportada, que puede ser considerada como no exhaustiva, pero en ningún caso inapropiada, ya que no aparecieron tampoco referencias que contradijeran los hallazgos y su interpretación.
Existen otras consideraciones metodológicas sobre la realización y desarrollo del artículo comentado que pueden considerarse fundamentales (que permitirían dudar de la importancia de los resultados del artículo de Pronovost et al), pero que también pueden ser consideradas anecdóticas y sin repercusión sobre las consecuencias que se pueden extraer9. Considero que tampoco aquí hay que ser maximalistas. La idoneidad metodológica de una contribución bibliográfica es de gran importancia, pero la pregunta debe ser la siguiente: ¿invalida esta posible falta de idoneidad los resultados del estudio y hace que deba ser considerado como intrascendente o banal, y por tanto no digno de ser tenido en cuenta? Ni los más críticos de los comentaristas llegan a establecer esta conclusión. La cuestión podría ser otra: ¿existe alguna evidencia paralela, de similar o superior idoneidad metodológica, que contradiga las conclusiones de Pronovost et al? La respuesta es no, al menos en mi conocimiento, e incluso, según otros autores, las limitaciones señaladas por alguno tienen un peso de menor importancia.
Como argumento final de esta opinión personal debo añadir que creo que tenemos una grave responsabilidad y una obligación ineludible. Considero que hemos de dejar de plantearnos la demostración de nuestra existencia como especialistas necesarios. La evidencia existente, apoyada por los trabajos de Pronovost et al, nos ha proporcionado un gran argumento a favor de nuestras posiciones. Nuestra obligación ahora es tratar de convencer a nuestros homólogos, tanto europeos como extraeuropeos, de que las palabras y los títulos, aunque importantes, no son el todo; que nuestra formación y nuestra actividad nos equipara a ellos; que la demanda de una especialidad primaria que nos ampare no es no ha sido precisa conforme nuestra legislación vigente (algo que ver tiene esto con el principio de subsidiariedad) y que, en cambio, nuestro tiempo de formación y nuestro programa (nuestro core curriculum como especialistas en medicina intensiva) nos faculta para tratarnos con ellos de tú a tú, sin más consideraciones. A esta nueva tarea deberán dedicarse nuestros representantes en la ESICM y, sobre todo, los directivos de nuestra Sociedad profesional nacional (SEMICYUC) y los miembros de nuestra Comisión Nacional de Especialidad.
Hagámosles fácil el trabajo no cayendo en el derrotismo ni en el abandono, no buscando soluciones personales hechas a nuestra medida a espaldas del colectivo. Si cumplimos con nuestra obligación en estos aspectos no debemos temer un futuro que en los próximos 5 a 6 años (si no antes) será presente.