Sr. Director:
La incidencia de desarrollo de ictus perioperatorio es baja, incluso menos del 1% según algunas series. El origen suele ser tromboembólico y, en menor grado, relacionado con alteraciones en la hemodinamia (episodios hipotensivos o hipotensión arterial mantenida) ocurridas en el período perioperatorio. Esta incidencia es aún menor cuando la técnica anestésica empleada es la raquídea (concretamente epidural)1.
Recogemos aquí el caso de un paciente que desarrolló un ictus isquémico en el contexto de una intervención realizada con anestesia epidural.
Paciente de 78 años de edad, con antecedentes personales de hipertensión arterial de difícil control, hipercolesterolemia e hiperuricemia que recibió tratamiento con atorvastatina, halopuridol, doxazosina, torasemida y carvedilol. Fue intervenido de fractura conminuta espiroidea larga subtrocantérea de fémur izquierdo, empleando como técnica anestésica la raquídea. Se empleó midazolam (2 mg) como premedicación. La anestesia epidural se realizó a nivel lumbar (L2-L3), empleando una aguja de 18 G colocada en el espacio intradural, administrándose una solución de 3,5 mg de bupivacaína. La intervención se desarrolló durante espacio de tres horas y media, discurriendo sin incidencias reseñables, manteniendo estabilidad hemodinámica durante la intervención. Se dejó un catéter epidural con objeto de administrar analgesia epidural con posterioridad.
En el postoperatorio, y encontrándose aún en la sala de despertar anestésico a la espera de ser trasladado a la planta de hospitalización, el paciente desarrolló un cuadro de agitación psicomotriz progresiva, con posterior aparición de monoparesia braquial derecha y deterioro del nivel de conciencia. Después de transfundir 2 unidades de sangre total y aportar en soluciones cristaloides, el paciente seguía con su deterioro neurológico. Se llevó a cabo una TAC (tomografía axial computarizada) craneal, donde se observó un infarto isquémico lacunar antiguo en el núcleo caudado izquierdo, junto con signos de atrofia cortical y central (cerebral y cerebelosa). Dada esta situación, el paciente fue trasladado a la unidad de medicina intensiva, donde ingresó con un GCS (Glasgow Coma Scale) de 10 puntos (03; VI; M6), pupilas isocóricas normorreactivas, desviación conjugada de la mirada hacia la izquierda, monoparesia braquial derecha, y signo de Babinski bilateral. Se mantenía hemodinámicamente estable (presión arterial, 140/80 mmHg), con respiración espontánea y afebril. En la analítica sólo destacaban una creatinina sérica de 1,4 mg/dl y una urea de 79 mg/dl.
Una TAC craneal de control a las 48 h de su ingreso mostraba áreas de baja atenuación occipital derecha y, en lóbulo occipital izquierdo, una área seudonodular de 2,5 cm de diámetro, probablemente relacionadas con origen isquémico, aparte de los hallazgos que ya presentaba en la TAC realizada previamente a su ingreso. El deterioro neurológico fue progresivo, hasta llegar a alcanzar un GCS de 3 puntos y morir finalmente a las 72 h de su ingreso.
Como se ha comentado en la introducción, el desarrollo de un ictus perioperatorio es poco frecuente (1%). El origen suele ser tromboembólico y, en menor grado, episodios hipotensivos en el período perioperatorio. Suele desarrollarse en pacientes susceptibles por presentar antecedentes personales de ictus, hipertensión arterial, diabetes, hábito tabáquico, obesidad y enfermedades cardíacas o vasculares periféricas2. También se han llegado a describir lesiones relacionadas con la punción lumbar o la anestesia espinal como, por ejemplo, parálisis de nervios craneales, hematomas subdurales o herniación cerebral, en probable relación con la pérdida de fluido espinal3. Estas complicaciones neurológicas ligadas a la anestesia regional raquídea presentan escasa prevalencia, pero pueden causar cuadros de gravedad. La aparición de un déficit neurológico tras una de estas técnicas debería hacernos pensar, pues, en varias etiologías: compresión debida a un hematoma, isquemia por el déficit de riesgo medular, complicaciones derivadas de la postura o procesos infecciosos o secundarias a la irritación por el fármaco4, aunque también podemos encontrar ictus. En el caso de los ictus desencadenados por la anestesia raquídea, pueden producirse porque el bloqueo simpático extenso reduce a veces las resistencias periféricas debido a la vasodilatación, por lo que cualquier obstáculo al retorno venoso (como, p. ej. una posición forzada) provoca un descenso del gasto cardíaco. La hipotensión también puede obedecer a hipovolemia y oclusión de la cava (por la misma posición forzada).
Los "ictus hemodinámicos" suelen ocurrir en los territorios cerebrales que comparten irrigación de varias arterias, territorios más susceptibles de sufrir hipoperfusión con la caída de la presión arterial. A diferencia de aquellos pacientes cuya afección se origina en una embolia, estos enfermos presentan una clínica que puede desarrollarse en el plazo de horas e incluso días tras la intervención, y no es máximo en el momento de producirse el cuadro (como ocurrió en nuestro caso, en que la clínica neurológica fue evolucionando).
El hecho de que la aparición de la clínica no sea concomitante con el desarrollo del cuadro es posible si existe una incidencia con posteriores episodios hipotensivos (que incluso pueden no haber sido advertidos)1. Aun así, la autorregulación cerebral suele promover un flujo cerebral adecuado, excepto en el caso de hipotensión extrema (lo que no ocurrió en nuestro caso).
Habitualmente se ha considerado que la anestesia raquídea presentaba menor morbilidad postoperatoria que la anestesia general; sin embargo, un estudio aparecido recientemente no muestra diferencia alguna entre ambos tipos de anestesia5 y entre las complicaciones que pueden aparecer también se encuentran las neurológicas.