Husayn Abd-Ullah-al Hasan-Alí Sina, más conocido como Avicena, fue uno de los más grandes médicos de su época (siglo XII d. C.). Acceder a su selecto grupo de discípulos era posiblemente mucho más difícil que lograr una plaza en la Universidad de Harvard de nuestros días. Sus clases eran gratuitas e incluían no sólo Medicina, sino también Derecho, Filosofía y Teología. El Maristán donde funcionaba la Escuela de Medicina estaba situado en Persia (actual Irán), y allí concurrían aspirantes a médicos de todas partes del mundo en busca de formación académica. Avicena fue contemporáneo de las Santas Cruzadas.
Cuenta Noah Gordon1, en su libro The Physician, una anécdota que ocurrió en una recorrida de sala que tuvo como protagonista a un joven estudiante de Medicina llamado Askari, un paciente de nombre Amahl Rabin y el propio Avicena. Amahl Rabin era un camellero internado por cálculos en el riñón y hematuria; después de varias semanas de tratamiento los cálculos fueron eliminados y el paciente estaba próximo al alta excepto por una incoercible anorexia.
Askari no se explicaba cómo después de una mejoría tan notable en lo físico, el camellero rechazaba todo alimento ofrecido, muchos de ellos manjares. Es aquí cuando interviene Avicena: coincide con la mejoría clínica del paciente, se acerca a la cama y se presenta, le pregunta de dónde proviene y continúa dialogando en el dialecto del paciente, ya que era un nómada del desierto. Luego le indica a un colaborador que traiga solamente dátiles y leche de cabra. Amahl Rabin come vorazmente después de semanas de ayuno e incomprensión. En el desierto los camelleros sólo se alimentaban con dátiles y leche de cabra. Avicena se dirige a sus alumnos diciendo: «... siempre debemos recordar este detalle de los enfermos que están a nuestro cuidado, acuden a nosotros, pero no se convierten en nosotros ....». Luego agrega «...algunas veces no podemos salvarlos y otras los mata nuestro tratamiento...». Avicena había hecho algo más que desplegar su conocimiento y autocrítica, se había comunicado correctamente con el paciente rescatando su individualidad.
Hechos como este, aun 900 años después, no son infrecuentes en la Medicina moderna; la comunicación entre los médicos y sus pacientes adolece de interferencias, errores y prejuicios aun en los más grandes centros del desarrollo.
La comunicación se basa en el lenguaje, pero las palabras (unidad funcional del lenguaje) no tienen un único significado y tampoco encierran verdades absolutas. El recientemente fallecido Jacques Derrida2 (filósofo y estudioso del lenguaje) nos ofrece un ejemplo cuando marca una importante diferencia entre tolerancia y hospitalidad. Según Derrida2 tolerancia es el inverso de hospitalidad, tolerancia implica poder, el poderoso tolera al otro pero no lo incluye. En cambio la hospitalidad es recibir al otro en un marco de convivencia. Los médicos debemos ser hospitalarios con nuestros pacientes, no necesariamente tolerantes.
El lenguaje también tiene ausencias. Los médicos frecuentemente experimentamos el dolor de nuestros pacientes. Cuando un esposo pierde a su esposa se le llama viudo, cuando un niño pierde a sus padres se llamará huérfano. Sin embargo, cuando los padres pierden a un hijo no hay palabra que lo defina. El escritor portugués José Saramago3 agregaría: «...si no puedes restituirles la vida, cállate, ante la muerte no hay palabras.»
En la práctica médica el lenguaje utilizado y la comunicación marcan la diferencia y pueden ser por sí solos sanadores. La Medicina crítica es un «laboratorio de la comunicación», la vida, la muerte y el sufrimiento son hechos cotidianos; la comunicación, su tabla salvadora. Sin embargo, es un error pensar que la Medicina crítica está vinculada indefectiblemente a la muerte. Es más, la muerte es poco frecuente, no así el sufrimiento que siempre está presente, especialmente en los familiares de los pacientes.
Los pacientes, a pesar de sus dolencias, reciben habitualmente fármacos lo suficientemente potentes como para lograr minimizar el dolor y la ansiedad, y es frecuente que no recuerden al alta los momentos más dramáticos de su estadía. La ausencia del recuerdo nos induce a pensar (aunque sin certezas) en el éxito de la sedación. Sin embargo, no deberíamos ver la sedación como una panacea, la sedación es simplemente una herramienta.
Diferente es la situación de los familiares; a éstos la terapia intensiva les resulta un lugar extraño y la espera se transforma en una tortura, especialmente durante la noche o en el momento previo a recibir el parte médico. Los familiares en esas circunstancias muchas veces verbalizan sentirse frente al «juicio final». Los médicos, en ese contexto, algunas veces erróneamente, nos sentimos dioses.
Es aquí cuando la comunicación entre el médico y los familiares establece la posibilidad de un contacto humano único capaz de minimizar la angustia. Un diálogo entre dos seres humanos, en definitiva un diálogo entre dos mortales. Es el momento de pensar juntos. Hannah Arendt en su libro La vida del espíritu4 define el pensar como el ámbito de examinar y de reflexionar acerca de todo lo que acontezca o llame la atención, más allá del contenido o el resultado. Los médicos nos relacionamos diariamente con seres humanos, nuestros pacientes y, sin embargo, tenemos un conocimiento muy pobre de lo que significa «ser humano». Siguiendo a Viktor Frankl5 el ser humano es la integración de lo somático, lo psíquico y lo espiritual.
Nuestro concepto del paciente (consecuencia de una formación «reduccionista») es mucho más somático, biológico y muchas veces mecanicista. Nos llamamos a nosotros mismos «técnicos», probablemente para justificar aquello de que un homo machine (hombre máquina) necesita una médicine technicienne (medicina técnica). Este concepto de una medicina técnica ubica a los pacientes como meros objetos y no como personas. Aquí está la clave: tratamos personas; entonces también tratamos el espíritu, o deberíamos hacerlo.
¿Estamos los médicos preparados para semejante tarea con los pacientes y sus familiares? ¿Hemos aprendido estrategias de comunicación frente al dolor ajeno? ¿Acaso sentimos que «contener» es también nuestra misión?
Honestamente, creo que no, pero esta afirmación tiene múltiples aristas.
LOS ANTIGUOS TENÍAN RAZÓN
Durante siglos la formación de «los sanadores» (médicos de la actualidad) no sólo incluía los principios básicos y esenciales de la Biología, sino también el pensamiento filosófico, matemático e inclusive metafísico (debemos tener presente que la mayoría de los seres humanos creen en algo superior).
El conocimiento de los avances en Biología es esencial, sin embargo no es lo único que debe conocer un médico. La visión matemática nos revela, por ejemplo a través de Euclides6 (300 a.C.), el primer sistema hipotético deductivo y los axiomas (conceptos básicos y postulados desde los cuales derivan los nuevos conocimientos) imprescindibles para el desarrollo científico posterior.
La abundancia de nuevos conocimientos nos ha llevado a la súper especialización, pero ésta está sobrevaluada, ya que como bien observa el matemático italiano Beppo Levi6 «... se sobreestima la especialización, sin reparar en que las fronteras entre las disciplinas son en parte artificiales...». Actualmente los médicos, presionados por los avances científico-técnicos y los modelos económicos vigentes, nos vemos obligados a especializarnos cada vez más. Partimos el conocimiento en innumerables piezas, pero el conocimiento de un paciente debería ser más global, más generalista. Partimos tanto el conocimiento que sólo nos interesa la enfermedad que porta el paciente, no el paciente de forma integral. Este error es muchas veces involuntario, producto de la necesidad de adaptarnos a los tiempos que corren y no quedar fuera del sistema. Deberíamos preguntarnos entonces si este sistema que considera a la despersonalización un «daño colateral inevitable» no debería ser reformulado por el bien de los pacientes y de todos aquellos que se desempeñan en el ámbito de la salud.
LA MEDICINA GRUPAL
Una de las consecuencias de esta Medicina moderna es creer que el proceso de curación depende de una sola forma de encarar el conocimiento (por cierto, primordialmente biológico). Esto se personifica en el médico. Sin embargo, la atención de la salud es multidisciplinar, de ninguna manera unidireccional, y además tiene un marco moral (las costumbres), ético (hábito) dentro de un contexto: la sociedad. Deberíamos plantearnos si ya no es hora de dar un giro completo e incorporar en forma plena y con espacios amplios otras disciplinas tales como la Psicología, la Filosofía o la Antropología en el proceso de atender pacientes en las instituciones, o hacer propia la pregunta del psicólogo Benjamín Uzorskis7 cuando dice en su libro Clínica de la subjetividad en el territorio médico «...cabe preguntarse en qué medida el guardapolvo blanco del médico es un indicador de una supuesta uniformidad de acciones para pacientes que son esencialmente diferentes...».
Vivimos en una sociedad, no en una economía. Habitamos un mundo entrelazado por la diversidad. Lo que muchas veces llamamos verdad desaparece cuando corremos el velo. Las certezas no abundan. Si verdaderamente tratamos personas y no enfermedades, la gestión de un modelo de salud nos obliga a un desafío aún mayor, descubrir las dimensiones más valoradas por un paciente, a saber:
1. Respeto a valores, preferencias y necesidades (el paciente tiene la percepción de ser un anónimo, con pérdida de su identidad. De allí la necesidad de ser tratado con dignidad y respeto).
2. Coordinación e integración de los cuidados (el paciente tiene un sentimiento de vulnerabilidad y necesidad de confiar).
3. Información, comunicación y educación (el paciente tiene temor a que no se le diga la verdad).
4. Confort físico (el paciente tiene temor al sufrimiento).
5. Apoyo emocional, alivio del miedo y la ansiedad.
6. Participación de la familia y los amigos.
7. Transición y continuidad (el paciente siente ansiedad acerca de su futuro después del alta).
Vivir los desafíos futuros de la Medicina como puros descubrimientos y logros sobre la Biología lleva indefectiblemente a la despersonalización del ser humano, muchas veces al mismo extremo de la cosificación. No atendemos ni un cáncer, ni un traumatismo ni una infección, atendemos a un paciente y por añadidura a su entorno afectivo, sus creencias sus valores.
Tomas Szaz8 reflexiona de la siguiente manera: «...antes, cuando la religión era fuerte y la ciencia débil, el hombre confundía la magia con la medicina; ahora que la religión es débil y la ciencia fuerte, el hombre confunde a la medicina con la magia...». El camino que ha tomado la Medicina asistencial actual es cada vez más compleja, más cara y sin equidad; desplaza y desprecia el valor del recurso humano.
Nuestros pacientes no necesitan magia, necesitan de parte del médico conocimiento, compromiso y dedicación, porque la relación entre un médico y su paciente es tan simple y tan profunda como un diálogo entre dos seres humanos.