Durante la pandemia del SARS-CoV-2 en nuestro país diferentes sectores de la sociedad han promovido el debate acerca de cómo la edad se ha erigido como un criterio para rechazar el ingreso de los pacientes n-COVID-19 (del inglés, new-Coronavirus disease 2019) en las unidades de cuidados intensivos (UCI)1.
En este periodo se han desplegado hasta un 300% más de camas de críticos en los hospitales, lo que ha supuesto un reto a nivel asistencial y logístico sin precedentes2. En esta situación es imprescindible establecer un triage al ingreso, basado en procurar la «mayor esperanza de vida», con unos criterios de ingreso y de alta de la UCI claros, basados en un principio de proporcionalidad y de justicia distributiva, para maximizar el beneficio del mayor número posible de pacientes. Este contexto se deben aplicar criterios de idoneidad y tener en cuenta factores como, por ejemplo, la edad, la comorbilidad, la gravedad de la enfermedad, el compromiso de otros órganos y la reversibilidad3.
Es evidente que el envejecimiento de la población tiene implicaciones éticas significativas en el tratamiento de pacientes de edad avanzada en la UCI. En los aspectos de beneficencia y no maleficencia, durante mucho tiempo ha existido evidencia contradictoria con respecto a la asociación de una mayor edad con un peor pronóstico, pero los pacientes de edad avanzada que tienen mal pronóstico en la UCI pueden tener un peor resultado si no son admitidos4.
Durante el año 2018-2019, se llevó a cabo en nuestro país un estudio para analizar en profundidad las variables relacionadas con la negación del ingreso en las UCI, entendida esta como una limitación de los tratamientos de soporte vital: ADENI-UCI (del acrónimo análisis de las decisiones de no ingreso en las UCI). En dicho estudio la decisión de no ingreso se podía justificar en uno o en combinación de algunos de los siguientes criterios: la edad avanzada del enfermo, la presencia de una enfermedad crónica avanzada, la limitación funcional previa del paciente, una pobre calidad de vida futura estimada y/o la futilidad de los tratamientos.
El objetivo de la presente carta científica es, a partir del registro del ADENI-UCI, analizar la magnitud que la variable edad tiene per se en las decisiones de no ingreso en las UCI como medida de limitación de los tratamientos de soporte vital en un periodo de tiempo al margen de la pandemia.
El estudio ADENI-UCI registró un total de 2.284 decisiones de no ingreso en las UCI, durante un periodo de 13 meses consecutivos en 62 servicios de medicina intensiva españoles. La edad media de los pacientes valorados fue de 75,25 (DE: 12,45) años. Siendo el 59,43% varones. Se han excluido del presente análisis las decisiones de negación del ingreso derivadas del cese de maniobras de reanimación cardiopulmonar.
Con la posibilidad de elección múltiple entre las 5 opciones (la edad avanzada del enfermo, la presencia de una enfermedad crónica avanzada, la limitación funcional previa del paciente, una pobre calidad de vida futura estimada y/o la futilidad de los tratamientos), se podían encontrar hasta 120 combinaciones diferentes entre las mismas. De los 2.093 registros analizados, la edad estaba seleccionada en 647 (31%) ocasiones en distintas combinaciones con la enfermedad crónica avanzada (seleccionada en 1.267 ocasiones [60,5%]), la limitación funcional previa (seleccionada en 1.179 ocasiones [56,3%]), la pobre calidad de vida futura estimada (seleccionada en 1.301 [62,1%]) y la futilidad terapéutica (seleccionada en 1.067 [51%]). La conjunción de edad y enfermedad crónica avanzada fue la combinación más registrada (309 [15%]), seguida de la combinación edad, enfermedad crónica avanzada y limitación funcional previa (220 [10,5%]); y de la combinación edad, enfermedad crónica avanzada, limitación funcional previa y pobre calidad de vida futura estimada (184 [8,8%]).
La edad como única justificación para negar el ingreso en las UCI fue esgrimida en 34 ocasiones (1,6%). La edad media en este grupo fue de 88 (DE: 3,45) años, siendo el 44% varones. Los 34 enfermos habían ingresado en el hospital desde su domicilio, presentando un grado funcional, según la escala de Knaus, Clase A (buena salud previa sin limitaciones funcionales) en 9 (26,4%) de ellos, clase B (limitación leve a moderada de las actividades por enfermedad crónica) en 21 (62%), clase C (limitación severa, pero no incapacitante por enfermedad crónica) en 3 (9%) y ninguno estaba en D (restricción severa de la actividad, incluyendo encamados). De los 34 enfermos, 14 (41%) habían presentado al menos un ingreso el último año relacionado con su enfermedad actual. En ninguna de las 34 ocasiones se registró desacuerdo con la familia o con el médico consultor. La mortalidad intrahospitalaria a los 90 días de seguimiento fue del 41%. De los 20 enfermos que fueron dados de alta, el 70% de ellos fue dado de alta a su domicilio y el 30% a un centro de crónicos.
De los datos presentados se deduce que la edad cronológica per se no es el elemento único tenido en cuenta por los intensivistas en el momento de negar un ingreso en las UCI en nuestro medio. Sin embargo, sí se ha documentado en la bibliografía que los pacientes ancianos en estado crítico son admitidos con menos frecuencia en las UCI5. Este hecho, posiblemente venga derivado de considerar la edad un factor de riesgo asociado a mayor mortalidad en las UCI puesto que está obviamente asociada con una disminución de la reserva fisiológica, una mayor prevalencia de enfermedades crónicas y fragilidad6.
En la situación actual nos encontramos ante una catástrofe sanitaria, es decir, aquella situación de urgencia sanitaria en la que la desproporción entre las necesidades y los recursos obliga a adoptar medidas excepcionales. Tal situación altera el proceso normal de la toma de decisiones. En ese sentido, los servicios sanitarios han de ponderar de un modo distinto al habitual, por un lado, el deber de cuidado centrado en el paciente y por otro lado los deberes de salud pública enfocados hacia la equidad. La disposición de recursos sanitarios es siempre escasa, pero las emergencias de salud pública pueden implicar la pérdida de vidas humanas que en circunstancias normales podrían ser salvadas, por cuanto que la escasez de esos recursos obliga a priorizar la asistencia de unos pacientes con respecto a otros. En ese sentido es preferible optar por medidas que proporcionen el mayor bien para el mayor número posible de personas7.
Durante la pandemia por SARS-CoV-2, se ha informado de un mayor impacto en las personas mayores, en particular, en sujetos con una mayor carga de comorbilidad. De hecho, debido a los cambios relacionados con la edad en el sistema inmunitario asociados con la multi-morbilidad, los adultos mayores tienen un riesgo significativamente mayor de complicaciones de n-COVID-198. En este contexto, la ética de la salud pública difiere de la ética clínica al dar prioridad a la promoción del bien común sobre la protección de la autonomía individual. El deber principal del médico en medicina clínica es promover el bienestar de pacientes individuales, pero la falta de ventiladores en una urgencia de salud pública puede requerir que los médicos restrinjan la ventilación mecánica contra sus propias intuiciones clínicas y contra los deseos de algunos pacientes que de otro modo podrían sobrevivir9.
La n-COVID-19 desbordó los sistemas de salud de diferentes países de todo el mundo, incluida España. Este hecho ha supuesto una grave interrupción de la función normal de los sistemas sanitarios y las UCI, que ha causado sufrimiento y pérdidas irreparables. La capacidad de nuestro sistema de atención médica y triage de enfermos se ha puesto a prueba y se puede considerar, desde la perspectiva de la asistencia diaria en nuestras UCI, que los servicios de medicina intensiva han sido capaces de expandir rápidamente la atención a tantos pacientes como ha sido posible.
Esto puede, o debe, llevar a debate la dimensión de la ética en salud pública como una dimensión colectiva de la bioética. Esta dimensión colectiva prioriza los problemas de la equidad y el igualitarismo. Pero, ¿se pueden excluir los problemas de la responsabilidad y de los derechos individuales? Dicha dimensión colectiva de la bioética debe constituirse en una garantía de los derechos sociales; por lo tanto, cabe preguntarse también si ¿debe de ser tema de «especialistas»? o esta debe entenderse como un deber político de todos los ciudadanos y de la sociedad en su conjunto, democrática y multidisciplinaria.
Sea como fuere, la aplicación de criterios de exclusión (la edad en el caso que nos ocupa) de manera selectiva a algunos tipos de pacientes viola el principio de justicia puesto que los pacientes que son similares en términos éticamente relevantes, son tratados de manera diferente. La exclusión categórica también puede tener el efecto negativo y no deseado de implicar que algunos grupos de enfermos «no valen la pena salvarlos», lo que lleva a amplificar la percepción de injusticia. En una urgencia de salud pública, la confianza de la población será esencial para garantizar el cumplimiento de las medidas restrictivas. Por lo tanto, un sistema de asignación debe dejar claro que todos los individuos «valen la pena». Una forma de hacer esto es considerar como subsidiarios a todos los pacientes que recibirían ventilación mecánica durante circunstancias clínicas de rutina, si bien, resulta imperativo conocer la disponibilidad de recursos (ventiladores en este caso) para determinar cuántos pacientes pueden llegar a ser elegibles en una situación como la vivida10.
FinanciaciónEl presente manuscrito no ha recibido financiación alguna.